Lo peor de todo, con diferencia, es que, para cuando yo vuelva, las fresas ya se habrán acabado. Y habrá cerezas y albaricoques y melocotones y melones y sandías, sí, pero las fresas se habrán terminado y no quedarán jugos en el fondo del vaso por beber. Esas cajas grandes de fresas que huelen como ninguna otra fruta sabe oler tanto y que allí, me costaban, depende del día, alrededor de 79 céntimos el kilo en la Boquería o 1,20 en los latinos de abajo y no estas de aquí de kilómetro cero pero que están a unos 8 euros el kilo. Quizás es uno de mis mitos de infancia, pero en este tipo de países las fresas las regalaban. Además, por desgracia, las fresas no es una de esas cosas que te traes cuando vienes con el coche, junto con cajas de té rojo hornimans. No, las fresas son efímeras y sucumben ante la llegada del primer calor serio y, sin embargo, son extremadamente más baratas en España que en Bélgica. Lo de aquí es de una crueldad insana que, por lo visto, te lo arregla cualquier épicier de barrio. De esos que aquí, en Ixelles apenas hay, porque apenas tiene sentido. Un barrio frecuentado por estudiantes que se alimentan de pastas, cervezas y pizzas precongeladas. En un lugar así, el único épicier que tiene sentido es el nightshop, el que te vende cervezas, el típico paki de Barcelona que tiene lo que quieres a esas horas: chocolate, alcohol, tabaco y chuches, pero no frutas y verduras.
Probablemente, a no ser que mi nivel adquisitivo mejore substancialmente las próximas semanas, este será un año perdido respecto a las fresas. No habrá pasteles con o sin gluten ni nada que se le parezca. Me quedo, además, con las ganas de volver unos días solo para pasear por el Syp del Escorxador, por el sitio ese que ya no es nuevo y que lleva mucho tiempo ya, pero que para mí es nuevo, que hay en frente y que tiene cosas tan buenas, de recuperar los treinta minutos de sol al día que he perdido desde septiembre y de comer bien, de una cocina grande con cazuelas de barro para cocinar, de los típicos espagueti que había el día que llegaba hambriento del vuelo de las 15.40 desde Barcelona. Y también todo lo demás, el arroz de los domingos que hace mi padre, el café de los bares (¡qué café!), el pan moreno y el tomate y el aceite. Las berenjenas y los pimientos normales y también las berenjenas rayadas y los pimientos y los calabacines blancos. Un pisto, la coca de trempó, un pa amb oli, ensalada de tomates raf. Por no hablar de un cocarroi y una panada de carne y guisantes con cebolla, de coca de verduras con anchoa, de las sardinas de Castro, un revuelto de espárragos trigueros. Un pollo al ast, un cocido de garbanzos, migas con uva, queso con miel, membrillo y pan con ajo. Fideuá con un buen alioli, albóndigas caseras y tortillas de bacalao. Y, por favor, el arroz de los domingos que hace mi padre. No me olvido tampoco de las madalenas que hacía mi madre, ni de los flanes, ni de los pasteles de yogur -y no lo hago porque a las niñas también les hacen madalenas y flanes y pasteles- o de la empanada gallega.
He de reconocer, sin embargo, que, en este sentido, llevo ya un tiempo pensando en las cosas que sí me puedo llevar y que sí que caben en un coche lleno o en una maleta, o en una caja. Y, entre esta lista extraña, destaco: té rojo Hornimans, Sanex Zero, galletas de Inca, galletas María, embutido, garbanzos, lentejas, arroz, fideos, caldo de gallina blanca de pollo y también de pescado (si cabe), una paellera buena, gin Xoriguer, hierbas mallorquinas, mi senalla, aceite de oliva, jamón serrano, bonito o atún de este bueno, un tomate frito decente, membrillo, queso mahonés, queso manchego, pan moreno, masa de empanadillas, especias, libros de recetas, galletas napolitanas, tortas de anís, turrón de neula, ñoras, fuet, especias, el sol, la gente que me queda lejos.