Quizás no es la mejor hora para tomarme el paracetamol, pero, francamente, después de un día entero de dolor de cabeza, ya tocaba frenar este in crescendo. Mientras tomo un sorbo del vaso de agua, voy pensando en qué escribir, en cómo decir esas cuatro frases que llevo tantos días pensando y que hoy, justamente hoy, me decido a escribir, a "publicar". Una noche que no da más de sí porque no puede, porque estoy incubando algo -o eso me huelo- y he decidido ponerle remedio, atajar la situación: quedarme en casa, hacer una sopa, un caldo de pollo y verduras, hervir algunos fideos, ver algún capítulo de Damages o retomar La Peste de Camus. Cuatro frases, y qué vergüenza ajena pronunciarlas, asumirlas como ciertas, como verdaderos sentimientos viscerales.
En el fondo, se trata de eso, de la víscera, de esos cuatro sentimientos tan humanos que nos reprimimos, el odio que me niego a expresar en voz alta y que secretamente profeso durante tres segundos, hasta que me desdigo. Sinceramente, ser una buena persona en todas las acepciones y todos los momentos no es especialmente sencillo. Me digo que según qué sentimientos de repulsión son naturales, pero que tampoco debería incentivarlos, que para qué. Y renuncio a ellos, y me olvido. Tres semanas, seis meses o dos años después tan solo queda indiferencia y una cierta apatía. Quizás mejor así que que te duela. Pasado un tiempo, todo es más sencillo, todo acaba perdiendo parte de su importancia, incluso las cosas buenas.
Por suerte, cambiar de vida te permite distanciarte de cualquier problema existente. Una nueva vida como estudiante, por lo general, supone tener muy pocas preocupaciones en tu día a día, hasta que dejas de vivir tu día a día con una cierta sensación de temporalidad y te haces a la idea que tu vida no te está esperando en otras ciudades o pasado el invierno, sino que es, en efecto, ese día a día un poco atemporal y extraño que estás viviendo sin preocupaciones.
Sinceramente, una de las cosas que más me gustan de mi nueva vida en Bruselas, aparte del olvidarme de la inmensa mayoría de las preocupaciones que pudiera tener en Barcelona -que acostumbraban a ser menudeces-, es que, como etapa de mi vida, la entiendo desde una perspectiva exclusivamente individual. Soy yo en Bruselas, aunque evidentemente también hay gente a mi alrededor. Es una yoidad autosuficiente que disfruta de la compañía y, a la vez, asume la propia responsabilidad en términos de estabilidad emocional, aprovechamiento de la experiencia y, en definitiva, felicidad. El Ferran de Bruselas no renuncia a la felicidad o al paseo por Gante o Amberes, incluso bajo el supuesto de la soledad.