Una semana bajo cero y creo que ya estoy aclimatado al frío, o al menos a este nivel de frío, sin lluvia, sin viento. Incluso me acostumbro a la pérdida de movilidad fruto de la acumulación de capas una encima de la otra, al hecho de tener que andar como pingüinos por miedo a caerte sobre los bloques de hielo que se forman en las juntas de los adoquines bruselenses o incluso en los propios adoquines, paradas de bus, tram, etc. Acostumbrado a no distinguir el humo blanco de la chimenea de la casa de en frente entre las nubes, al sol gélido que sale el día siguiente de nevar, a contar cinco minutos de margen para ponerme todo lo que me tengo que poner antes de salir de casa.
Y total, no es para tanto, por lo visto hay ciudades donde hace (mucho) más frío, y seguro que sus ciudadanos no andan escribiendo posts sobre esto. Yo tampoco lo haría si solo fuera frío y nieve, si me siguiera pareciendo algo ajeno, extraño, poco usual eso de ver los tejados blancos y todas y cada una de las marquesinas de las paradas de bus cubiertas por un manto blanco, pues seguramente no escribiría este post. Pero es que ahora mismo, he dejado de vivir esto de ahí fuera como algo fuera de lo común, temporal o excepcional, como esas nevadas efímeras de Mallorca o Barcelona, como algo que dura dos días. No, aquí me planteo que, por poder, podríamos no ver el cristal del techo de la parada de Flagey hasta marzo, o quién sabe. Lo cierto es que las perspectivas de mejoría no son bastante halagüeñas, pero ya digo que estoy acostumbrado y por ello tampoco me importa demasiado. Asumo, con cierta naturalidad, que es el mejor de los climas que podíamos tener para quedarnos en casa estudiando toda la tarde -o perdiendo el tiempo-. Aunque, francamente, visto mi ritmo de estudio quizás prefiero un sol de mayo.
En cualquier caso, en una semana justa estaré en Mallorca disfrutando, ahora sí, de otro frío mucho más sutil, más inesperado y, para qué negarlo, más mortífero. Ese frío que te hace confiarte en las mañanas al sol, en terrazas que son fuente de resfriados, en paseos agradables que te dejan helado. Para qué negarlo, en Mallorca paso mucho más frío que en Bruselas, claro que todo depende de cómo afrontas las situaciones. Y es que Mallorca deviene símbolo de verano o primavera constante y abrigarse, por mucho frío que haga, no es una opción. Al contrario, uno prefiere sufrir el frío y permitirse el lujo de ir ligero, no como aquí, de que no te pesen los pies por las botas, ni las piernas por las mallas, de tener movilidad porque no necesitas un abrigo grueso.
Francamente, manda huevos.
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