El buen tiempo ha vuelto a la ciudad desierta. Casi ya ni lo esperaba. Yo me había resignado a llevar jersey y a chaqueta para lo que quedaba de verano y, como mucho, a poder disfrutar de algunos pocos días de tregua antes del otoño y el invierno. Y, sin embargo, aquí está otra vez y las terrazas vuelven a estar abiertas y llenas de las pocas personas que quedan en esta ciudad.
El cielo vuelve a ser de un color azul-azul y el aire es ligero. Hace calor, sí, pero un calor agradable y primaveral, como esos días de mayo que puedes ir en mangas de camisa y en los que te planteas por primera vez los pantalones cortos. Un calor de estar a fuera, en parques, en jardines, en terrazas, pedaleando arriba y abajo toda la ciudad con la bicicleta nueva. Y con semanas como esta cualquier querría irse de la ciudad.
Y es que, tras las mil horas de trabajo que eché la semana pasada y el estrés que vivido hasta el lunes a las 4, me he tomado unos días libres y esta semana han sido solo tres días de trabajo. Una semana en la que he disfrutado de ir a poner la lavadoras y desayunar al sol en el Dillens mientras leo a Sciascia, del café del Prélude, de las cervezas en el Parvis, de ir a GEF, de discutir de política europea con italianos en la rue de l'épée, del parque Duden y los paseos por Molenbeek y de pedalear por media ciudad.
Parece mentira que ya estemos a 2 de agosto y que en menos de una semana yo ya vaya a estar en Mallorca. Parece mentira que, con las ganas que tenía de pasar unos días en casa y de escaparme de Bruselas, lo a gusto que he estado esta semana aquí. Lo mejor de todo es que nadie me impide seguir aprovechando de todo esto a mi regreso, pero será cuestión de concienciarse.
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