Salí de casa, cantando en el ascensor, sin darme cuenta que tras de mí la chica del ático también estaba en el recibidor, que se estaba descojonando de mí y que ese era el momento justo para dejar de cantar. Y cogí la bici por Ribes hasta el Arc de Triomf, Pujades y Comerç, donde se puso a llorar. El niño todavía con chupete se puso a llorar mientras el globo rosa se quedaba en medio de la intersección entre Picasso y Pujades, sin que ningún coche se atreviera a arrollarlo, aplastarlo ni siquiera rozarlo y yo, con mi bici precaria y con ganas de hacerme el duro, el héroe o qué sé yo, me metí entre el tráfico para devolverle el globo. Ahí quedó toda grandeza de la tarde, pues todo lo demás se limitó a tomar un café en el Raval y dar un paseo por el Gòtic. Me congratula pensar que, además, me encontré a Montevideo-Toronto en mitad de los puestos de flores de La Rambla. Ahora, por suerte para ella, no la suelo llamar así, igual que yo no soy Palma-Barcelona.
A todo esto, el jueves estoy en casa. Diremos que por fin.
A todo esto, el jueves estoy en casa. Diremos que por fin.
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